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Sujetos de la historia: Entre excéntricos y paranoicos1Translated title (es):Agents of history: between eccentric and paranoid |
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Resumen |
El presente artículo reflexiona en torno al oficio del escritor y a su relación con la Historia en tanto documento y archivo, para advertir de qué modo funciona la obra literaria en medio de la compleja discusión entre ficción y verdad. Se pretende, asimismo, generar en los futuros licenciados en Español y Literatura una propuesta de análisis de la obra narrativa frente al discurso de la historia, que sea posible desarrollar en el ejercicio docente. Desde este lugar problemático, pretendo relacionar el oficio de escritor con el del historiador de oficio, más que para subrayar las distancias, para explorar aquellos aspectos que vinculan a ambos, como Sujetos Históricos, con un deseo de conocer el mundo a través del discurso, bajo una serie de presupuestos éticos y morales que acompañan toda labor intelectual. Para desplegar ese conocimiento de mundo el escritor de oficio crea unos personajes que suelen traducirse en metáforas de la profunda relación que aquel instaura con la realidad histórica. Así, contemplamos en las obras de ficción y no-ficción personajes que investigan, cotejan documentos y elaboran hipótesis como si se tratara de historiadores. Es el caso de Javier, el investigador en Soldados de Salamina. Es también el caso de Tomás Eloy en la novela Santa Evita, o de Emilio Renzi en Respiración artificial, y, desde luego, del vagabundo Gould en El secreto de Joe Gould. La Historia como relato, la verdad como versión, la investigación como procedimiento narrativo y la excentricidad como un modo de vida, son algunos de los motivos que animan aquí una postura crítica frente a la relación de Historia y Ficción en el ambiente de las representaciones discursivas.
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Abstract |
This article debates about the role of the writer and its relation with history which has been shown in every document and file so it will warn on the ways on how the work of literature evolves in the midst of the complex discussion between fiction and truth. It also pretends for the Spanish and Literature future graduate students to make a possible to develop proposal for the analysis of the narrative against the discourse of history, in the teaching practice. From this problematic state, the pretension is to relate the role of the writer with the role of the historian more than underlining the distances to explore those aspects linking both as historical individuals with an urge to know the world through the discourse under a series of ethical and moral assumptions that accompany every intellectual work. To display that knowledge of the world, the writer creates personages who often become metaphors of the profound relation instituted with the historical reality. Therefore, in the works of fiction and nonfiction we contemplate characters that make research, compare documentation and hypothesized like historians do. This is the case of Javier the researcher in “Soldados de Salamina”. It´s also the case of Tomas Eloy in the novel “Santa Evita”, or Emilio Renzi in “Respiracion Artificial”, and, of course, the outcast Gould in “El Secreto de Joe Gould”. History as a narrative, truth as a version, and research as a narrative procedure and eccentricity as a lifestyle are some of the reasons to encourage a critical position towards the relation between history and fiction in the environment of discursive representations.
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En tanto diálogo de saberes, la Literatura participa de una relación con varias disciplinas a partir de las cuales fortalece su pertinencia con la realidad concreta. Una de ellas, quizá la más fuerte, sea la historia, cuya fuente documental permite a la ficción nutrirse de ella, para darle sustento y piso a lo que, en apariencia, sería resorte solo de la imaginación y de la capacidad inventiva del autor como agente provocador de la construcción de mundos autónomos, plenos de luz en el ámbito de lo posible.
La idea de vincular la Historia con la Literatura deriva, para el concepto de “Mirada Cultural” que nuestro grupo de investigación viene desarrollando, del interés por motivar en los licenciados en Español y Literatura un instrumento de lectura y análisis que permita acercarse al discurso de la Literatura desde la Historia misma, en la medida en que ambos discursos tienen elementos en común que deben pensarse a la luz de realidades concretas, empezando por las que subyacen a los individuos que asisten a las instituciones educativas en busca de un conocimiento que los haga más conscientes como seres humanos. Desde allí, desde esa conciencia adquirida, estos individuos procurarán compartir un conocimiento de mundo, a partir de una práctica pedagógica en la que la interacción se torna vehículo efectivo de comunicación.
Entendemos la Historia no como un “simple recuento de acontecimientos de lo que ocurrió en el pasado” (2004: 65), al decir de Estanislao Zuleta, sino como una “exposición de la manera como el mundo se concibe” (ibid: 65). Y en esta concepción no están por fuera las condiciones de vida materiales, las emociones, los sentimientos y los afectos. Asimismo, entendemos la Literatura no como un mero ejercicio de creación, que evade o desluce los problemas que la Historia desvela en los documentos que componen su archivo. En ambos discursos juega un papel esencial el individuo que piensa y reflexiona en torno a unos contenidos, ese Sujeto de la Historia que pregunta por su lugar y se cuestiona.
Cuando nos referimos a Sujetos de la Historia pensamos en los roles de aquellos seres que tienen un grado de influencia en el desarrollo de los acontecimientos y que al involucrarse en ellos o al intentar comprenderlos a través del discurso, alientan un devenir por vía de lo simbólico. No aludimos en este caso a los individuos que por un avatar político o una favorable condición social se convierten en sujetos públicos y mediáticos, al estimular o entorpecer con sus acciones las dinámicas de un colectivo. Este tipo de individuo suele ser tema de la Historia y de él quedan rastros en las biografías, libros de memorias y perfiles de las épocas.
El Sujeto de la Historia que motiva estas líneas es más anónimo, más individual y por tanto menos influyente y efectivo en el tinglado inmediato de lo público, quizá porque lo suyo no es el proselitismo sino el deseo de aportar a los debates sobre aquello que preocupa al ser social. El nuestro es un Sujeto cuyas acciones, entendidas como labor intelectual, son más simbólicas que reales, más abstractas que concretas, si bien en lo público este podría comprometerse con el esclarecimiento de unas verdades, a partir de lo que Edward Said nombra como una “vocación para el arte de la representación”, que debería estar acompañada, según él, por un “concepto de justicia y equidad que tiene en cuenta las diferencias entre naciones e individuos” (2007: 32-113).
El Sujeto Histórico al que aludimos es el escritor y en él condensamos el ejercicio intelectual de unas formas y unos géneros que reclaman su propia representación en los horizontes del arte. Un escritor de ficción o de no-ficción que comprende la escritura como un instrumento estético y ético que lo ubica en la Historia como sujeto y observador, y de cuyo ejercicio puede desprenderse un conocimiento de mundo, a partir de la exploración de conductas y roles en el destino los personajes: esos seres que cobran vida en lo hondo del discurso, como proyecciones o refracciones de una realidad concreta, que puede coincidir o no con las posturas ideológicas del escritor y el lector.
Al buscar la comprensión de unas realidades históricas a través de los personajes, el escritor no siempre pretende satisfacer las expectativas y razones que mueven a la sociedad y sus grupos a reclamar una presencia en los escenarios de poder y decisión. Por el contrario, parecería más bien que al elegir un lugar en la periferia, el escritor quisiera expresar que no comparte del todo con los grupos el optimismo y el reclamo por un bienestar, porque teme tal vez caer en la inacción, en el conformismo y, al mismo tiempo, como quizá le suceda al historiador de oficio, teme debilitar o empañar su actitud crítica por un entusiasmo coyuntural.
De esta manera, el Sujeto Histórico se hace excéntrico por fuerza de su mirada, porque sabe que en la toma de distancia puede valorar mejor el acontecimiento. Así, se hace paranoico en su conducta, porque parte de una sospecha para cuestionar un estado de cosas, mientras se cree perseguido por unas fuerzas que percibe sin rostro, ocultas en la maquinación de unos intereses en los que él, lo intuye, es apenas una cifra para engrosar la estadística. Esta situación, sin embargo, no lo exime de enfrentar una responsabilidad social como intérprete de unas realidades que necesitan ser aclaradas a partir de unos presupuestos estéticos y éticos. Así las cosas, el escritor lee lo histórico como producto de lo inestable y transforma los indicios de la Historia en material del relato. En el nudo de ese relato los personajes desvelan su destino, deciden y actúan.
Ahora bien, no se trata de personajes estereotipados o de conductas que la sociedad, o las mayorías silenciosas aceptan o rechazan por fuerza del conformismo. Hablamos más bien de personajes que al estar imbricados en la esfera de la cultura, revelan en sus conductas y actitudes lo que de humano y emotivo subyace en la sociedad como sistema de relaciones. Edgar Morin hace énfasis en el hecho que la educación del futuro debe centrarse, fundamentalmente, en la comprensión de la “condición humana”, porque, sostiene el filósofo en sus “Siete saberes”, “Conocer lo humano es, principalmente, situarlo en el Universo y no cercenarlo” (2011: 63). En tal sentido, la novela, en tanto artefacto estético y construcción discursiva, despliega una serie de mecanismos que permiten desvelar lo que de humano forma parte del conocimiento de la realidad histórica, a través de la confluencia de unos personajes no ajenos a la “racionalidad” y a la “afectividad” a la que se refiere Morin:
El hombre de la racionalidad es también el de la afectividad, del mito y del delirio (demens). El hombre del trabajo es también el hombre del juego (ludens). El hombre empírico es también el hombre imaginario (imaginarius). El hombre de la economía es también el del <<cosumo>> (consumans). El hombre prosaico es también el de la poesía, esto es, del fervor, la participación, el amor, el éxtasis. El amor es poesía. Un amor naciente inunda el mundo de poesía, un amor que dura irriga de poesía la vida cotidiana, el fin de un amor nos devuelve a la prosa. (2011: 78).
A pesar de esta concepción un tanto ideal del individuo posible en la sociedad y la cultura, la crudeza de las realidades contemporáneas motivan la exclusión, el desplazamiento, los marginalismos. La excentricidad es apenas consecuencia lógica de un síntoma de descontento. Entendemos, además, a esta como la extravagancia o rareza que motiva al escritor a comprometerse por fuera del centro, para narrar, desde los bordes, su propia interpretación de las cosas en calidad de Sujeto Histórico.
¿Pero qué intenta narrar el escritor y cómo lo hace? Narra, por supuesto, un sentido de la verdad en torno a unos momentos históricos; pero como persigue una forma, una estética, no extraña que el sentido de verdad se transforme en recurso retórico para representar y para expresar la lógica de su inconformismo. A ese recurso, cada escritor le da una denominación: el novelista Javier Cercas (2005) lo llama “relato real”, es decir, aquel relato que difícilmente escapa a la “invención”, en virtud de que “es imposible transcribir verbalmente la realidad sin traicionarla”, sostiene el escritor catalán. A este recurso Ricardo Piglia (2001) prefiere llamarlo “relato social”, como la esencia de las versiones que van tomando cuerpo en la sociedad y que al aproximarse al mito, permiten dilucidar lo que acontece, para lo cual la experiencia personal se transforma en recurso que impulsa el relato, más allá de las implicaciones políticas que animan al poder a sellar o transformar ese relato. Por otra parte, el novelista y periodista Tomás Eloy Martínez (1986) lo llama “duelo de versiones narrativas”: a la verdad que quiere establecer el poder, el escritor responde con una verdad imaginaria que puede convertirse en verdad histórica, cuando recibe el favor del lector. Para lograr esa verdad imaginaria, Tomás Eloy Martínez, según el novelista nicaragüense Sergio Ramírez, se apoya en el recurso del reportaje para “fingir mejor la verdad” y desde allí zanjar todo tipo de barrera entre “historia pública” e “imaginación”, con el fin de “crear una realidad paralela mucho más creíble que la realidad real” (2001: 16).
Si la realidad paralela resulta tan creíble como la realidad real, se comprende que el artificio ha funcionado y que ese contrato de veracidad, tácito entre obra y lector, se ha cumplido, más allá de lo que comprometen los géneros; al fin y al cabo, como lo sugiere Javier Cercas: “Lo importante no es el género: lo importante es lo que se hace con él” (2003: 14). Se entiende así por qué al reflexionar sobre el oficio de escritora y al considerar la sustancia de la novela, Susan Sontag exprese que las novelas “no están hechas de ideas, sino de formas”, con lo cual resalta la circunstancia de que la novela responde a una simulación, a un artilugio y es allí, en ese ámbito inestable de búsqueda permanente de sentido, donde se consideran las “Formas del lenguaje. Formas de expresividad” (2001: 68).
Hablamos acá de un artilugio que, por supuesto, no pretende confundir ni mucho menos tergiversar las lógicas contundentes de la Historia. El artilugio no es otra cosa que una de las muchas manifestaciones del ser ludens y del ser propio del imaginarius. Si el docente de Español y Literatura comprende que la novela como forma expresa de la narrativa deviene factibilidad, construcción y recreación de la Historia concreta, comprenderá también que la relación de la Literatura con la Historia se resuelve en campo determinante de un conflicto, en el sentido de lo expresado por Tomás Eloy Martínez: versiones narrativas, que no son otra cosa que la oportunidad de comprender mejor los hechos de la Historia y su relación con el ser de la cultura.
Si bien este uso y manipulación del recurso retórico, esto es, la novela, puede apartar al escritor de la manera como el historiador procede en el uso del discurso y en el manejo de las fuentes, en lo que tal vez pueden coincidir es en la actitud de sospecha con que ambos valoran el contexto y la suma de los acontecimientos. Piglia sostiene que un historiador es lo más parecido a un novelista, en la medida en que ambos se aproximan a los documentos de la Historia para revelar en ellos sus núcleos nerviosos y para escuchar en el “murmullo de la historia” (2001: 90), el sonido de la trama social, siempre tan esquiva, tan manipulable, tan intervenida, incluso, por las propias fuerzas de la ficción, esto es, lo apócrifo, la tergiversación, la historia privada, la confesión de la anomalía como núcleos narrativos en los que la sociedad se narra a sí misma, se desprende de sus máscaras.
De los sonidos de la trama social se impulsa un deber ser, sea el camino que se escoja para la exploración del afuera. Se trata en todo caso de una perplejidad que al historiador y al escritor los motiva a sospechar de las versiones que de los hechos circulan a manera de postulados y consignas, al entender que el Estado y sus instituciones no son ajenas al uso de la “ficción” como recurso retórico, sin duda con fines políticos y axiológicos. Ya lo decía Barthes: el “poder o la sombra del poder” termina por instalar una “escritura axiológica” (1989: 27), es decir, un conjunto de preceptos que modela y controla a la sociedad por vías subjetivas. No sorprende que para el Estado el relato cumpla una función terapéutica y analgésica, un recurso para mantener la cohesión en torno a unas lógicas de autoridad.
El Estado es “manierista”, porque narra con sofisticación y hace uso de la elipsis para disimular y fortalecerse en el ocultamiento. Basa su permanencia en la elusión y en lo equívoco, mientras vigila, receloso, el disentimiento de los intelectuales que desde las capas medias generan opinión. El Estado, afirma Piglia, es una “máquina de hacer creer” (2001: 105), en especial cuando proclama su autocracia a través de los aparatos ideológicos, mientras usa el lenguaje para emitir declaraciones públicas y afirmarse en la cronología de los documentos oficiales.
Los recursos legitimadores del Estado amplían, por lo tanto, la semántica de las palabras, cuya resonancia se torna mensaje en esa otra realidad artificial que compromete la literatura en su profundo carácter ambiguo: decir una verdad mintiendo, pero no en el sentido de estar engañando al lector, porque al escribir ficción no se busca dejar de lado el carácter de verdad de lo que se enuncia, ni mucho menos se pretende tergiversar peligrosamente el contenido social y moral de los hechos. Este sería un crimen que el lector terminará por repudiar, al sentir que la ficción oculta la calumnia y el engaño. Se infiere que aquí se pone en juego la ética del escritor, la misma que le permite a Javier Marías (2011) expresar: “Las novelas son donde uno menos se engaña, uno se engaña más en la realidad”.
El asunto sobre la verdad y la ficción es más complejo aún, cuando no se quiere reducir, como lo indica Juan José Saer, la exploración de los hechos a lo meramente “verificable”, porque esto pondría una barrera que limita la exploración de la realidad social, asumida como problema de interpretación y sentido. En cambio, sostiene Saer, al ampliar el tratamiento de las realidades a los terrenos de lo “inverificable”, que no de lo falso, la “ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento” (1999: 12). Un tratamiento del que ni siquiera escapa el propio periodismo en algunas de sus variantes, si se entiende que el buen narrador, según observa el novelista colombiano Óscar Collazos, puede acudir a “pequeñas dosis de invención” y hacer uso del “exabrupto, la sátira, la hipérbole, en fin, esas formas nobles de la ¢mentira¢” (2011: 6), para lograr un efecto estético, sin que por ello el periodista ponga en juego un sentido ético frente a las verdades históricas. Porque si no existe una sola “verdad”, resulta contraproducente imponer unos límites al tratamiento de lo múltiple que subyace en las “verdades”, o en las “versiones” de las que se ocupan los narradores de nuestro tiempo.
A partir de estos equívocos, la literatura se torna problemática porque en ella se defiende la naturaleza de lo ambiguo, de lo difuso. Para Edgar Lawrence Doctorow, habituado a imaginar complejos cuadros de costumbres del ser norteamericano, el escritor puede “alcanzar un cierto grado de verdad mintiendo” (2010a: 14). Podrá, digamos, manipular algunos datos, inventar unas situaciones, ampliar unas cronologías, como lo que él mismo se permite en la construcción de su novela Homer y Langley (2009). Sin embargo, la esencia histórica de los hermanos Collyer, aquella pareja de neoyorquinos que en 1947 fue hallada sin vida en su mansión de Harlem, sobre un basurero inmenso que la pareja fue acumulando cuando le dio la espalda a la ciudad y se encerró en una vida íntima, en límites con la locura, no se desdibuja ni se falsifica. Por el contrario, como si se tratara de un modus vivendi, la existencia de los hermanos Collyer le sirve de metáfora al escritor para trazar una radiografía de la vida norteamericana contemporánea, a partir de una idea del consumo y de una relación metafísica con las cosas.
Lo otro que resulta metafórico y en lo que deseamos insistir más adelante, es en cómo estos personajes, aparte de nutrir los universos de la ficción o de la labor etnográfica –y pensamos particularmente en el trabajo de Joseph Mitchell en los dos perfiles que construye del vagabundo Joe Gould–, se transforman ellos mismos en Sujetos de la Historia, porque a través de sus conductas y de su relación con sus contextos, parecieran apropiarse de una actitud que se resuelve natural en el historiador de oficio, pero extraña y en todo caso inusitada, en personajes que son narrados y que, por lo tanto, solo existen en el artefacto de la narración, en la dermis del discurso.
Experimentar y simular unas formas constituye parte de las búsquedas del escritor. No permitir que la simulación afecte la esencia de los hechos y de la mirada en torno a una realidad histórica, deviene un reto que compromete al escritor con una responsabilidad social, aunque lo suyo no tenga que provenir, por un imperativo de oficio, de la investigación en los archivos y los documentos, o, en otros casos, del trabajo etnográfico. Por eso al aludir a las formas expresivas que selecciona para sus novelas, Doctorow (2010b) sostiene que él suele escribir “un simulacro de crónica histórica”, cuyo empleo justifica al llamar la atención sobre el hecho de que los denominados “personajes históricos” serían los primeros en construir versiones, en hacer ficción sobre sí mismos.
En este caso, la obra de ficción e incluso la de no-ficción, al modo en que la construyen Jon Lee Anderson, Alma Guillermoprieto, o la construyeron Capote y Kapuscinki, podría leerse como el contrarrelato a una versión ya intervenida por el propio protagonista de la Historia. En ambas versiones, por supuesto, brota una idea de verdad que seguramente hará ruido en las subjetividades del lector.
El escritor excéntrico antepone a la máquina de hacer creer del Estado un relato personal, producto, en no pocos casos, de una actitud paranoica y variable como la realidad de la que nutre sus obsesiones. El escritor se atreve a declarar y a ahondar en los vacíos de la Historia; busca comprender en ella lo que se revela insuficiente en los documentos de archivo. Procura, por otra vía, desvelar la inestabilidad que subyace en sus materiales (cartas, edictos, diarios, listas), mientras al manipularlos y al permitirse emplearlos para unos fines estéticos, esto es, particulares, descubre en ellos un “sentido narrativo” que, al decir de Piglia (2008), ubica al escritor en el mismo nivel del historiador que investiga y coteja como si se tratara de un detective privado. Por eso leemos en El general en su laberinto (1989) de García Márquez y en La ceniza del libertador (1987) de Fernando Cruz Kronfly, los silencios de un hombre de gloria, ahora abandonado a las corrientes de un río, en su recorrido hacia la muerte. Hasta allí, hasta ese silencio, no llegaron los documentos históricos, pero sí llegó la imaginación del escritor que, apoyado en otros documentos, en los propios contextos que bien conoce el historiador, comprende la dimensión de la derrota y consigue narrarla, darle humanidad.
Dice Tomás Eloy Martínez (1986) que mientras el historiador escudriña en el pasado con un propósito definido, el novelista, por el contrario, “rara vez sabe en busca de qué va; y cuando parte con una idea fija, suele abandonarla en la mitad de la travesía” (1986: 27). Entre la búsqueda precisa del historiador y la pesquisa inestable del novelista, se produce una confrontación: “la batalla de las versiones narrativas”. Al parecerle inadmisible la existencia de una verdad única, porque en ella, en su fragilidad, anida el recuerdo, la memoria, el olvido, el escritor prefiere apostar a trasformar “la memoria de los hombres: en demostrar que todo lo que recordamos, y aun todo lo que somos, nunca es de una sola manera” (1986: 22).
En ese campo de batalla, donde la memoria gana movimiento al trasladarse a la memoria de los personajes, la literatura ocupa el lugar de la vanguardia y se declara en alerta. Si la escritura es un lugar para la confrontación, la ficción se resuelve en un espacio para la libertad, donde ni siquiera, como lo advierte Vargas Llosa en su texto sobre la libertad en el mundo contemporáneo, la cultura dominante puede legislar la “creatividad humana” (1990: 17). Una libertad que anima la razón y la esperanza, tanto como el sentido que abriga la existencia de los personajes. Al analizar la educación como sistema en el mundo de la globalización, Pablo Guadarrama sostiene:
La libertad se ha constituido en emblema de la modernidad. La ancestral aspiración del hombre es realizarse en todos los planos de su vida material y espiritual y parecía que encontraría definitivamente su consumación en la vida política (2006: 151).
El escritor, por vía de lo inverificable, por vía además de la distorsión, dice o sugiere verdades incómodas y desconocidas, llenando los vacíos de la historia tanto en el ámbito político como en el social. Hablamos aquí de distorsión en el sentido en que la emplea Juan Gabriel Vásquez, cuando defiende la idea de que toda historia se ampara en la ficción y desde allí se libera de las restricciones que el discurso propio de su disciplina impone. Así, la ficción deviene transposición de lo histórico, una suerte de manipulación que el escritor hace de la “verdad histórica”, con el propósito de revelar otras verdades “más densas o más ricas que las unívocas y monolíticas verdades de la historia” (2007: 36).
A veces el escritor se decide por otro fino mecanismo, la no-ficción, en cuyos propósitos estéticos se pone a prueba la delgada grieta que divide la realidad que se comprueba en los hechos y la realidad que se ampara en el relato. Aquí se aspira, en términos formales, a superar el simple registro de los acontecimientos. Si el escritor de ficción actúa como el historiador de sus personajes y a través de las circunstancias narradas busca esclarecer signos del mundo objetivo, el de no-ficción actúa como un historiador sensible, capaz de atrapar en los documentos, en los diarios, en la memoria oral otros vacíos de la Historia, como lo enseñó Robert Darnton en su célebre texto “La rebelión de los obreros: la gran matanza de gatos en la calle Saint-Séverin”(1987), a propósito de los rituales sociales de los artesanos del siglo XVIII francés.
La no-ficción, o como prefiere llamarla Timothy Garton (2003), la “Literatura de hechos”, narra también la experiencia de un autor que al confrontar los acontecimientos, al investigarlos, se confronta a sí mismo en la realidad indagada, se desdobla y se hace materia discursiva. “Todo periodista es un investigador”, dice Kapuscinski, porque lo que él hace es “investigar, explorar, describir la historia en su desarrollo” (2002: 58), sin que por ello se renuncie a unas formas y se deje de lado un estilo personal, caro a las búsquedas literarias que se pueden reconocer, digamos, en las grandes obras de ficción del boom latinoamericano, donde las nociones de “novela histórica”, de “testimonio” y “no-ficción” desbordan las etiquetas de los géneros. Es claro que más allá de los mecanismos formales empleados por el autor, las batallas narrativas no cesan, como no se niega la memoria de un relato que aspira a ser Historia.
Hasta aquí, venimos subrayando la dificultad que implica separar la ficción de la verdad cuando está en juego la connivencia que el intelectual como artista establece con los hechos concretos de la Historia. En el ejercicio de interpretación de los acontecimientos no siempre es fácil separar lo objetivo de la subjetividad misma del intérprete, sobre todo cuando este Sujeto Histórico está supeditado a la excentricidad de sus actuaciones y a los propósitos artísticos que persigue al intervenir en la Historia desde sus propias marginalidades. Y en lo marginal, lo sabemos, se apuesta por la forma, es decir, por la construcción de un mundo. Y hablar de mundo es considerar la existencia de los personajes. Ellos también cumplen una función esencial como Sujetos Históricos y creemos necesario cerrar esta reflexión valorando su pertinencia en el problema del que nos ocupamos.
Aceptemos, como un implícito, que los personajes y los narradores son autónomos, pero, sobre todo, son entes que al cobrar vida por la fuerza de sus circunstancias, se resuelven ajenos al autor, así, en no pocos casos, los personajes coincidan con el autor en algunos aspectos autobiográficos e incluso hasta en sus nombres de pila. Se reconoce así el empleo de un refinado medio narrativo, donde lo autobiográfico se incluye en lo narrado como material literario, o bien para dar peso al componente de la verosimilitud, o bien para defender un principio estético: todo se aproxima a la ficción y todo es susceptible de ser reelaborado, empezando por la historia personal del escritor.
Cuando pensamos en los personajes de la literatura como Sujetos Históricos, nos apoyamos sobre todo en aquellos en los que es factible leer unos signos, unas representaciones que superan el mero plano de la actuación individual y que, por el brillo de sus propias circunstancias, alimentan el mito en la realidad de la escritura, porque estimulan la idea de estar cumpliendo un papel decisivo en la Historia y en el esclarecimiento de unas verdades que atañen al colectivo. En vista de que la individualidad se torna emblemática y la obsesión impulsa la búsqueda, los personajes atrapan los signos de su tiempo a través de sus acciones como investigadores, narradores y testigos, lo que les permite aventurar hipótesis, señalar rutas de indagación, dudar frente a las certezas del discurso oficial y de la autoridad que representa la voz del intelectual (historiadores, periodistas, sociólogos y humanistas). Es aquí donde la labor del docente deberá hacer énfasis en el discernimiento entre discurso literario y discurso propio de la historia. Al hacer el discernimiento –que no la separación–, se enriquece el plano de la interpretación de lo que está en juego en el campo de la ficción o de la no-ficción.
Se lee, a través de los destinos de los personajes, lo que corresponde a una época y a una cultura, aquella que encierra, digamos, la exploración del conocimiento, el enlace intertextual tan ligado a la memoria, el enigma de una conjetura, la vida como la sospecha de que algo ocurre y es importante para todos, en la medida en que, como lo advierte Murdock, “Una cultura consiste en hábitos que son compartidos por miembros de una sociedad” (1997: 110). Y los hábitos generan unos modos de ser, unas maneras de asumirse en el mundo de lo práctico.
En todo caso, no solo se trata de personajes que discurren a través de los hechos anecdóticos: son más que eso en sus obsesiones y rastreos. Es como si en ellos el escritor expusiera una idea de mundo que es más fácil de explicar a partir de la vida de los otros. Hablamos acá de la novela o de la literatura en sus más diversos géneros, como artefacto que explica un mundo a través de los personajes.
¿Cómo explicar que la generación que nace con la muerte de Franco necesita comprender de otro modo lo que sucedió en la Guerra Civil española? Explicar, por ejemplo, los hechos desde la responsabilidad histórica que recae en las actuaciones de los intelectuales que hicieron de su retórica un instrumento para azuzar la violencia, la lucha sangrienta entre republicanos y nacionalistas. Cercas, el novelista, decide en Soldados de Salamina (2001) dar vida a un personaje llamado Javier Cercas que se lanza a la calle a construir un “relato real” que consiga contar la historia de una mirada: ese instante fugaz y metafórico en que un soldado anónimo le perdona la vida al escritor falangista Rafael Sánchez Mazas.
La Literatura como conjetura y apostilla. ¿Cómo interpretar la historia contemporánea argentina más allá de la vida del poder político, más allá de las discusiones que involucran a la sociedad y la cultura en la oposición barbarie y civilización? Piglia lo resuelve a su modo, desde una premisa básica: “Un historiador que trabaja con documentos del porvenir”, bajo un interrogante: “¿Qué podría inferir de allí alguien que los leyera dentro de 100 años, sin tener frente a sí nada más, sin conocer otra cosa de esta época cuya vida trata de reconstruir?” (2001: 84). La respuesta podría darse en el plano de la ficción, cuando en su terreno se hace realidad lo que en la realidad histórica pudo ser posible: el encuentro entre Franz Kafka y Adolfo Hitler. Esto leemos en Respiración artificial (1980), a través del personaje Emilio Renzi, un joven intelectual que encuentra en el diálogo provocador y en el cruce de cartas, la posibilidad de revaluar una historia de traiciones, copias y delirios, tan variada y compleja como los estilos de Arlt y Borges, mientras Witold Gombrowicz y Macedonio Fernández, expuestos a las resonancias de lo foráneo, fingen entenderse el uno al otro. Mientras esto ocurre, hay una espera, una ausencia que duele en medio de un clima político sofocante: la del profesor Marcelo Maggi que nunca aparece. Y una sola certeza: “En literatura, dijo, lo más importante nunca debe ser nombrado” (1980: 148).
La Literatura como desvelamiento del mito, como interpretación de una memoria acendrada en la cultura de masas. ¿Cómo explicar el valor histórico de Eva Duarte en la Argentina de Perón? Explicar, por ejemplo, las razones por las cuales una mujer deviene en mito y se hace eterna en el mundo de los hombres. Tomás Eloy Martínez, el novelista, crea en Santa Evita (1995) un personaje llamado Tomás Eloy, que va hasta Buenos Aires a seguir el rastro misterioso de un cuerpo muerto que se erige, en sí mismo, el cuerpo de una nación autodestructiva en su aberrante relación necrofílica con los cadáveres de la Historia.
La Literatura como el instrumento narrativo capaz de significar, de nombrar una época a partir de las conductas anómalas de sus personajes. Ahí están los hermanos Collyer, aquella excéntrica pareja de Harlem, cuyos cuerpos sin vida fueron hallados a finales del invierno de 1947, sobre una montaña de desechos. Homer y Langley Collyer se habían encerrado por más de una década en su casa-mansión y se habían obsesionado con la idea de acumular cuanto objeto y cosa llegara a sus manos. Habían convertido su casa en un museo de la basura, como si de esta forma retuvieran la memoria de sus padres y pudieran sobrevivir a una ciudad que se entraba por las ventanas, a recordarles que lo suyo lindaba con la locura y que eso era inadmisible para el vecindario. Estas vidas Doctorow (2010b) las traspasa al plano de la ficción, al comprender que a través de aquellos “ermitaños acumuladores y maniáticos”, podía interpretar el mito de unos seres que encarnaban los hábitos de una sociedad lanzada al vacío del consumo.
Ahí está, además, la vida del vagabundo Joe Gould en el corazón urbano de Manhattan. Un periodista, Joseph Mitchell, se interesa por la vida de un exalumno de Harvard que ha decidido trasladarse a Nueva York para vivir en la calle y en los albergues, y desde allí lanzar mensajes a una sociedad burguesa que él considera “sobrealimentada”. Joe Gould, un hombre bohemio envejecido por la intemperie y la mala comida, dice estar escribiendo un libro doce veces más grande que la Biblia. Su título, Historia oral de nuestro tiempo, promete ser la gran historia de la vida urbana neoyorquina. Gould se empeña por años en escribirla en cuadernos de escolar “para saber qué nos pasó a nosotros” (2000: 50), dice el homeless, como si entre sus propósitos estuviera el de ampliar el universo que John Dos Passos describió en su obra Manhattan Transfer en el año veinticinco. ¿Pero cuál es en verdad El secreto de Joe Gould (1942/1964)? Mitchell lo descubre, pero será solidario con el vagabundo al no revelarlo a sus lectores contemporáneos. Porque en realidad, la historia oral es la historia que el propio vagabundo narra a los excéntricos sobrealimentados del Greenwich Village.
La gama de los Sujetos Históricos es tan variada como las realidades históricas en las que ellos transcurren. El escritor busca comprender los signos de su tiempo; para esto imagina un mundo y crea unos personajes. El lector entra en ese juego y supera el mero plano formal del mecanismo de la narración. En este desdoblamiento se transmite un mensaje, se lee una realidad histórica en la que confluye la experiencia personal y la leída como suma de la de los otros. Pero los personajes se revelan y exigen su propio continente: “La misma imaginación –sostiene Ricoeur– tiene su verdad, que conocen muy bien tanto el novelista como su lector: un personaje es verdadero cuando su coherencia interna, cuando su presencia completa en la imaginación se impone a su creador y logra convencer al lector” (1990: 153).
Ocurre también que puede leerse en los destinos de los personajes que el escritor oculta de sí mismo, o lo que teme o aprueba de los otros. En ambos, no obstante, se leen versiones de una Historia que convoca lo plural, lo polifónico. ¿Y la verdad? ¿Cuál es la verdad? Es difícil precisarla, sobre todo cuando el escritor y el historiador insisten en reconocer verdades, o esos “varios órdenes de verdad” (1990: 153) de los que habla Ricoeur al tocar lo ético y moral de quien es capaz de juzgar y establecer un “acuerdo de nuestro discurso con la realidad” y un acuerdo consigo mismo, como sujeto plural, propio de la conciencia moderna. Más fácil es responder que el escritor y sus personajes devienen Sujetos Históricos que persiguen una forma. Y en su esencia y sentido –lo sabe el ser de la cultura–, se anuncia el mundo de otro modo. Un anuncio que puede ser motivo de debate en el ámbito educativo, donde la búsqueda de la verdad o de las verdades –he ahí los alcances de la ficción– se corresponde con unas actitudes éticas en las que los individuos, independientemente del rol que desempeñen en el sistema educativo, se saben comprometidos.
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